jueves, 26 de febrero de 2009

22-02-2008 crónica de Miguel Forcada ruta El Valle-Navazuelo

DEL CORTIJO DEL VALLE DEL CONDE HASTA EL NAVAZUELO
22-2-2009.

Nos reunimos 13 personas para hacer este recorrido [1]. Se presenta un día luminoso y sin nubes. Rafael calcula que el recorrido es de unos 10 kilómetros y que, como no tenemos prisa, tardaremos más de 4 horas. Reunión general en el restaurante “La Zamora”, pues nos acompañará hoy Ángel Osuna, de Carcabuey, con sus hijos Rafael y Juan José. Ángel, que tiene 79 años, pasó desde el año de su nacimiento hasta 1970 aproximadamente (con periodos muy breves de ausencia), en el Cortijo del Valle del Conde, dedicado sobre todo a cuidar la enorme explotación ganadera que entonces tenía el cortijo.
Entramos por el carril que sale en el Km. 17, 9 de la carretera A-339 en la dirección Priego-Cabra (o km. 16,1 en la dirección Cabra-Priego) y que indica dirección “Luque”. Recorremos 4,450 Km. por este carril y unos 300 metros antes de llegar al Cortijo del Valle, dejamos los coches. Sale un carril a la izquierda en dirección a la sierra, que está cerrado por una barrera con candado 200 metros más arriba. Frente a nosotros en la dirección de la marcha por este carril, tenemos como telón de fondo el enorme tajo que corta, mirando al suroeste, la mole del Abuchite; una vertical que superará los 150 metros de caída y en cuya parte más alta anida la mayor colonia de buitres de la provincia de Córdoba; se ven, sobre las rocas, las manchas blancas de sus deyecciones.
El carril tuerce hacia la izquierda y comienza la subida. Se va abriendo un barranco a nuestra izquierda y Ángel Osuna empieza a desgranar datos y episodios de su larga memoria. A este barranco le llamaban “el Surreón” porque bajaba por él mucha agua en cuanto llovía, formándose hasta un salto de agua un poco más arriba; el camino llega a un altozano y al lado mismo se ve salir el agua bajo un olivo; hace años había una teja y se podía beber como en una fuente; todas las aguas de las sierras que nos rodean van a parar al arroyo que se forma en lo hondo del valle, pero sobre todo, dan origen a la Fuente de Bernabé que brota cerca del cortijo del mismo nombre, de muy larga historia. Carcabuey se abastece actualmente de esta fuente.
Desde este altozano se ven muy bien las tierras del cortijo. Recuerda Ángel que en las décadas centrales del siglo XX vivían allí permanentemente cuatro o cinco familias y en las épocas de más trabajo se reunían por lo menos cuarenta personas; había cinco yuntas de bueyes y seis de mulos; desde más arriba de las casas, los dos lados del arroyo estaban ocupados por una densa alameda y en la zona baja, había una huerta que abastecía de hortalizas y frutas a buena parte de la comarca pues la tierra es excelente y el agua estaba asegurada todo el año; después había una franja de olivar y el resto era todo monte; en las zonas llanas, se sembraba trigo y otros cereales, pero también berza o garbanzos. La ganadería era la mayor fuente de riqueza del cortijo; había piaras de cabras, ovejas, cerdos y por supuesto, un buen gallinero; según cuenta Ángel, todos los años venían dos “capaores” de Priego: Julio y Pepe Forcada.[2] Volvemos de nuevo al camino. En la falda del Abuchite se ven las ruinas del cortijo del Grajal y en dirección Norte, entre Abuchite y el cerro del Charcón, cruza las sierras una cañada (perfilada por los tajos de “los Filos”), que en tiempos fue Camino Real y por la que se sale a la Fuente del Espino, situada en un cruce de caminos que van a Luque, a Zuheros o a la Nava de Cabra. Caminamos llaneando en dirección Oeste y pronto encontramos una alambrada que marca el límite entre los cortijos del Valle y del Monte de los Leones; dos enormes encinas parecen marcar el límite; estamos a 860 metros de altitud. Un poco más adelante encontramos una especie de abrigo o aprisco, al que nuestro guía da el nombre de “Cueva de los Gitanos”; cien metros más arriba una cantera abandonada de la que debió sacarse grava para el carril, ancho y bien formado. Ángel Osuna señala en el viso la “Cueva del Tejeor” y recortándose contra el cielo, los tajos del Águila y de la Hiedra.
En una amplia “llaná” avistamos el cortijo del Monte de los Leones, de cuyo nombre nadie encuentra explicación. Debe ser este, supongo, el que en los mapas aparece como “cortijo de don Manuel”, nombre propio que nuestro guía no recuerda haber oído nunca; así se hacen los mapas, como la historia. Aunque todavía estamos en pleno invierno, reconocemos a los lados del camino abundancia de cornicabras de rojizas ramas, lentiscos, matagallos… sólo los almendros están ya plenamente floridos.
Un rebaño de cabras, en las cercanías del cortijo, da cuenta de una carga de brotes de olivos recién talados. Seguimos el carril y unos minutos después estamos en el Charcón. Se trata de una afluencia de agua, entre pozo y manantial según Ángel, que forma una charca redonda de unos 80 metros cuadrados, en cuya cabecera ha crecido un inmenso quejigo que en verano le da sombra convirtiendo el lugar en un oasis de frescura. De este manantial se abastecían en tiempos las cinco familias que vivían en el Monte de los Leones. Llaneamos a casi mil metros de altitud; a nuestra izquierda se mantiene el barranco que reúne las aguas y que a veces se abre en llanetes como la llamada “Hoya Reonda”, una extensión de al menos dos fanegas de tierra que en los tiempos de Ángel Osuna se sembraba de legumbres o cereales. Tras una breve bajada, el camino asciende brúscamente por “los Pechos” hasta llegar a la llaná de “Los Pozuelos”. Son tres casas, dos de ellas en plena ruina y otra todavía en pié, aunque abandonada. Un gran rebaño de ovejas pasta en la zona pues las lluvias recientes han convertido en una alfombra de fresca hierba estas llanuras. Cruzamos entre las casas abandonando por un momento el camino, para llegar al pozo que guarda el agua para los tiempos peores; ahora cubre hasta unos tres metros del brocal.
Descanso. Llevamos casi dos horas de caminata. Bocadillo.
A las 11,10 reiniciamos la ruta, ahora en dirección norte. La mole redonda del Lobatejo está siempre presente a nuestra izquierda. Entramos, según los mapas en terrenos del término municipal de Zuheros, dejando atrás los de Luque. Y entramos en los tramos más bellos del recorrido: la cañada de Navahermosa y el collado del Navazuelo. El carril se convierte en un sendero invisible que discurre por lo que hace unos días seguramente fue un arroyo con lecho de piedras o de tierra; la cañada se hace más estrecha y umbría, pero la subida es suave; en la ladera izquierda, el Lobatejo está cubierto de un tupido bosque de chaparros; en la derecha el matorral típico del bosque mediterráneo, salpicado de aulagas de amarillas flores; más arriba se divisan las crestas rocosas del Portillo de Moreno y de la Peña de Miguel Pérez, denominaciones del mapa que Ángel no reconoce como nombres populares. La cañada asciende bordeando ahora el sendero una cinta de tejido plástico, tensada entres postes de hierro que parece se está instalando en estos mismo días. Ángel se para, ojea una mata cuyas yemas están empezando a brotar, la examina entre sus dedos y concluye que… ¡es una madreselva silvestre!. Abundan en esta zona los quejigos que ahora tienen sus ramas desnudas y cubiertas por una maraña de líquenes verdosos; en el suelo, sobre la gruesa capa de hojas secas, observamos algunas setas de un color intenso anaranjado. Dentro de unas semanas, cuando estalle la primavera, esta cañada será de una belleza indescriptible.
Tardamos media hora en atravesarla. Estamos ya a 1.170 metros de altitud y la cañada se abre en una plataforma cada vez más extensa y desarbolada. Un hilo de agua corre por el centro formando un pequeño arroyo que aparece y desaparece. Hay un comedero de animales y a la izquierda, un pozo que parece de reciente construcción. El Lobatejo se perfila sobre el horizonte mostrando por esta vertiente una subida larga, plomiza y pelada, pero de suave pendiente. Llama poderosamente la atención la abundancia de quejigos de tamaño colosal, casi formando hileras a lo largo de nuestra ruta; hacemos fotos ante uno de ellos de impresionante tronco. Al llegar a la parte más alta de esta plataforma casi llana (1.190 metros de altitud según nos dice Rafael) empezamos a divisar extensos paisajes como desde un balcón: al frente el picacho de la Virgen de Cabra, hacia el Este, la Nava y hacia el Oeste, sucesivamente, Lucena al fondo, más cerca la Sierra de la Cabrera en cuya falda está el centro de interpretación de Santa Rita; a lo lejos, la Sierra de Rute y al fin la Horconera cerrando el horizonte por el sur.
Tenemos muy cerca el cortijo del Navazuelo, nuestro final de trayecto, pero a una cota más baja en unos cien metros aproximadamente. Elegimos bajar dando un rodeo torciendo en dirección noroeste, siguiendo el carril, ahora muy visible y pedregoso. Baja serpenteando y cubierto por un denso bosque de encinas y matorral (entre el que se empieza a ver el romero) hasta enlazar con el carril que va desde el Navazuelo hasta el antiguo cortijo de la Ratera y a la Nava que desagua por las Chorreras.
En diez minutos más estamos en el Navazuelo, donde volvemos a admirar la fuente-abrevadero que fue construida en el siglo XVI, lo que nos habla de la antiquísima humanización de estas tierras. El Navazuelo es un lugar maravilloso que esconde insospechadas riquezas etnológicas y que pide una visita más detallada: será cuando subamos a la cumbre del Lobatejo.[3]

Miguel Forcada Serrano.







[1] Mary Carmen Yévenes, Gertru Pulido, Leo Aguilera, Menchu, Angel Osuna, Rafael Osuna, Juan José Osuna, Rafael Pimentel, Rogelio, Agustín Espinosa, Manolo Rico, Alonso Arroyo y este escribidor.
[2] Los hermanos Rafael y Juan José Osuna, completaron al alimón el relato de su padre de manera magistral. El cortijo del Valle del Conde pertenecía a una señora llamada Aurora Camacho que creó la “Fundación Camacho Lozano”, bien conocida en Carcabuey. La Fundación financiaría, con las rentas del cortijo, una residencia de ancianos y un colegio. Pero, tras la intervención de un sacerdote de Carcabuey. El cortijo fue entregado al Obispado de Córdoba, con lo que la Fundación quedó desamparada y desapareció. El obispado, poco después de asumir la propiedad del cortijo, lo vendió la familia López Crespo, de Córdoba, por 13 millones de pesetas. Tres años después (hacia 1973) los López Crespo lo vendieron por 60 millones a Carlos Ruíz Aguilera, de Priego, lo que demostraba el enorme error cometido por el Obispado. Se produjo entonces la roturación de las laderas de la sierra (un verdadero atentado ecológico) aumentando en más de 200 fanegas la plantación de olivar en detrimento de encinares de gran valor ecológico y ganadero; desapareció también la alameda y la huerta; la ganadería se redujo prácticamente a la nada; las cinco familias que habitaban en el cortijo abandonaron aquel lugar. En resumen; había llegado la modernidad: el monocultivo del olivar, el abandono de la ganadería. Eso sí, actualmente los dueños del cortijo están pidiendo por él una cantidad cercana a los 6 millones de Euros…


[3] Inolvidable Ángel Osuna en esta jornada senderista. Todos los que le acompañamos queremos expresarle nuestra admiración y nuestro agradecimiento… ¿verdad, compañeros?.

1 comentario:

Rafael Pimentel Luque dijo...

Magistral crónico amigo Miguel. Coincido contigo en que contar con Ángel Osuna fue un auténtico lujo.